«Si el Día del Juicio debiera ser una exposición de trajes, todos los concurrentes al hotel de Monseñor habrían alcanzado premio.» Charles Dickens, ‘Historia de dos Ciudades’

Historia de dos Ciudades

Historia de dos Ciudades

Es de conocimiento común que hoy en día la sociedad tiene tendencias e inclinaciones materialistas, las cuales, a priori, no son dañinas, siempre que estén equilibradas con otras que inclinen la balanza hacia el lado de las ciencias, el conocimiento y el estudio. Es de especial interés el énfasis que se pone en la forma de vestir, las modas y todo lo que genera esta industria; grandes sumas de dinero, publicaciones y todo un mundo dedicado a ella. Un mundo en el cual lo que priman son las apariencias, es lógico, dado que de vestiduras estamos hablando. Pero da la sensación de que el único espacio que se le ha dejado al individuo para expresar su originalidad en el día a día es en la forma de vestir, y de ahí que surjan modas constantemente y que sea posible encontrar casi cualquier prenda imaginable. Quizá esto se deba a que hay un creencia extendida en la gente de que hemos llegado al final de la historia, que todo lo que so podía descubrir y explorar en cuanto a temas económicos y políticos ya ha sido realizado y que sólo queda descubrir nuestros espacios personales. Esto es a lo que Ortega y Gasset se refería en su libro La Rebelión de las masas cuando proponía el concepto de la plenitud de los tiempos.

No estamos diciendo, ni muchísimo menos, que hayamos de vestir todos igual, ni que lo hayamos de hacer mal. Por suerte este no es nuestro caso, sino que nos referimos al especial énfasis en las apariencias que se da hoy en día.

Conjunto a esto también es posible observar una corriente, cada vez más mayoritaria, de tendencias esotéricas.  Quizás porque al no tener dicho en la política ni la economía y al no aceptar a un creador, las masas, en su afán por buscar un sentido a la vida, buscan aquello que creen que las puede satisfacer en su interior pero que no requiere ningún compromiso social ni ningún cambio estructural en su sociedad.

Nos gustaría citar a Charles Dickens, un gran sociólogo que se dedicó a la escritura de literatura (para nuestro beneficio), en su novela Historia de dos Ciudades. Esta novela está adquiriendo bastante relevancia, dada la situación turbulenta por la que estamos pasando, porque está ambientada en la Francia de 1789.  Os animamos a que leáis estos párrafos pues son muy relevantes y puede que os animen a leer la novela completa, que desde luego es imprescindible.

Charles Dickens al comentar sobre estos temas, la importancia que se le daba a la vestimenta, las corrientes esotéricas y el estado social dice:

“Aquellos salones, a pesar de que ofrecían un aspecto magnífico y digno de ser contemplado, pues estaban espléndidamente decorados y alhajados con todo el gusto y el arte de la época, en aquellos salones los asuntos no andaban bien, como habrían opinado los desarrapados que no estaban muy lejos. En efecto, había allí militares que no tenían el más pequeño conocimiento militar; marinos que ignoraban por completo lo que era un barco; empleados civiles que carecían de la menor noción de los negocios; eclesiásticos desvergonzados, de ojos sensuales, sueltas lenguas y costumbres muy liberales; todos ellos inútiles para los cargos que desempeñaban. Abundaban también las personas que desconocían los caminos honrosos en la vida, los doctores que hacían fortunas curando imaginarios males a sus pacientes, arbitristas que tenían remedios para todos los pequeños males que sufría la nación, filósofos ateos que trataban de arreglar el mundo con palabras y que conversaban con químicos también ateos, que perseguían la transmutación de los metales. Exquisitos caballeros de la mejor cuna se daban a conocer por la indiferencia que demostraban por todo asunto de interés humano. Y en los hogares que dejaran las notabilidades que llenaban los salones, los espías de Monseñor, que por lo menos eran la mitad de los concurrentes, no habrían podido hallar una mujer digna de ser madre. En realidad, a excepción de poner una criatura en el mundo, cosa que no da casi derecho al título de madre, poco más conocían aquellas mujeres de tan sagrado ministerio. Las campesinas conservaban a su lado a sus hijitos desprovistos de elegancia y los criaban y educaban, pero en la Corte las encantadoras abuelas de sesenta años se vestían y bailaban como si tuviesen veinte años.

La lepra de la ficción desfiguraba a todos los que acudían a hacer la corte a Monseñor. En una de las estancias más retiradas había, tal vez, media docena de individuos excepcionales, que, durante unos años sintieron el temor de que las cosas no marchaban bien. Y con el deseo de ver si las mejoraban, la mitad de ellos habían ingresado en la secta fantástica de los convulsionistas, y deliberaban entre sí acerca de la conveniencia de echar espumarajos por la boca, rabiar, rugir y ponerse catalépticos, para ofrecer así a Monseñor un indicio que pudiera guiarle en lo futuro. Además de estos derviches había otros tres que ingresaron en otra secta, que arreglaba todos los asuntos hablando confusamente de un “Centro de la Verdad” y sosteniendo que el Hombre había salido de este Centro de la Verdad, pero que no había salido de la circunferencia, y que debía tenderse a que no saliera de ella y regresara al Centro, por medio del ayuno y de las visitas de los espíritus.

Pero había el consuelo de que todas las personas que concurrían a los salones de Monseñor vestían admirablemente. Si el Día del Juicio debiera ser una exposición de trajes, todos los concurrentes al hotel de Monseñor habrían alcanzado premio. Aquellos cabellos rizados, empolvados y engomados, aquellos cutis tan retocados y compuestos, aquellas magníficas espadas y el honor que se hacía al sentido del olfato, eran más que suficientes para que las cosas marchasen siempre por los mismos derroteros. Los exquisitos caballeros de las mejores casas llevaban dijes de toda clase que resonaban agradablemente a cada uno de sus lánguidos pasos, como si fueran áureas campanillas, y aquel delicado sonido, el roce de la seda, del brocado y del finísimo lino, eran bastantes para que los miserables hambrientos del barrio de San Antonio se alejaran precipitadamente.

El traje era el infalible talismán y el encanto que se utilizaba para que todas las cosas siguieran en sus sitios. Todos parecían vestir para concurrir a un baile de máscaras interminable. Y aquel baile de trajes empezaba en las Tullerías y en Monseñor, pasando por la Corte entera, por las das Cámaras, los Tribunales de justicia y, toda la sociedad, a excepción de los de sarrapados, hasta llegar al verdugo, a quien se exigía que oficiara con el cabello rizado, empolvado, con una casaca llena de galones dorados y con las piernas cubiertas por medias de seda blanca. Y el señor París, como le llamaban sus hermanos de profesión, el señor Orleáns y los demás de provincias, presidía espléndidamente vestido. Nadie, pues, en aquella recepción de Monseñor, del año de Nuestro Señor mil setecientos ochenta, podría haber dudado de un sistema que contaba con un verdugo rizado, empolvado y magníficamente vestido.”

(Fuente: Wikisource, Historia de dos Ciudades, capítulo VII, Monseñor en la Ciudad)

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